dimanche 14 mars 2010

DEMOLICIÓN EN MOVIMIENTO: SERIE ENSAYOS 5


EL "ENCUENTRO DE DOS MUNDOS",
O LA PASAJERA ILUSIÓN
DE LOS SERES VENIDOS
DEL CIELO [1]

Por César Albornoz

Primera parte)

De las grandes confusiones que muchos sufren de contactos con seres venidos de fuera de la Tierra, la historia nos recuerda una muy singular en el triste y sangriento episodio de la conquista europea de América.

Es sabido, al menos por múltiples testimonios escritos de la época, que en un principio varias sociedades indígenas creyeron que los conquistadores, por su tipo diferente ─blancos y barbados sobre todo, a más de su vestimenta y enseres militares─ eran supuestamente dioses, seres venidos del cielo.

En el gran imperio de los Incas, a la llegada de los “descubridores” del Nuevo Mundo, también pasa lo mismo, si nos remitimos a las crónicas que se han conservado sobre los primeros sucesos del encuentro de dos mundos, que para muchos estudiosos resultó más un desencuentro.

En su Historia general del Perú el Inca Garcilaso de la Vega narra las impresiones de ese primer contacto entre europeos y habitantes del Tahuantinsuyo.

El comisionado de parte de los españoles era el griego Pedro de Candía, uno de los trece de la fama que en la isla Gorgona decidieron seguir a Pizarro en la aventura de conquistar el Perú, mientras los demás expedicionarios retornaban a Panamá para buscar apoyo para la descomunal empresa. Fue en la actual ciudad de Túmbez donde se presentó ante los incas causándoles la siguiente impresión:

Los indios, que con la nueva del navío estaban alborotados, se alteraron mucho más viendo un hombre tan grande, cubierto de hierro de pies a cabeza, con barbas en la cara, cosa nunca por ellos vista ni aun imaginada. Los que le toparon por los campos se volvieron tocando arma. Cuando Pedro de Candía llegó al pueblo, halló la fortaleza y la plaza llena de gente apercibida con sus armas. Todos se admiraron de ver una cosa tan extraña; no sabían que le decir ni osaron hacerle mal, porque les parecía cosa divina. Para hacer experiencia de quién era, acordaron los principales, y el curaca con ellos, echarle el león y el tigre que Huayna Cápac les mandó guardar (como en su vida dijimos), para que lo despedazaran, y así lo pusieron por obra.[2]


Como saliera airoso de la prueba a que le sometieron, los sorprendidos aborígenes creyeron que era hijo del Sol y por lo tanto venido del cielo. Pero mejor veamos como lo refiere el Inca Garcilaso, hijo de uno de los primeros conquistadores y de noble ñusta cuzqueña que, en la amalgama de las dos culturas, no puede prescindir de la dominante cristiana de su padre:

(…) aquellos fieros animales, viendo al cristiano y a la señal de la cruz, que es lo más cierto, se fueron a él, perdida la fiereza natural que tenían, y como si fueran dos perros que él hubiera criado, le halagaron y se echaron a sus pies. Pedro de Candía, considerando la maravilla de Dios Nuestro Señor, y cobrando más ánimo con ella, se bajó a traer la mano por las cabezas y lomos de los animales, y les puso la cruz encima, dando a entender a aquellos gentiles que la virtud de aquella insignia amansaba y quitaba la ferocidad de las fieras. Con lo cual acabaron de creer los indios que era hijo del Sol, venido del cielo. Con esta creencia se fueron a él, y de común consentimiento lo adoraron todos por hijos de su Dios el Sol, y le llevaron a su templo, que estaba aforrado todo de oro, para que viese cómo honraban a su padre en aquella tierra.[3]

Esa creencia en milagros por parte de Garcilaso de la Vega según la cual el dios de los cristianos se pone al lado de los conquistadores para facilitar su empresa, es recurso ideológico que constantemente se repite como veremos más adelante. Pero tanto o más admirado se quedó Pedro de Candía cuando le hicieron conocer los aposentos reales de los Incas ─hermanos del europeo en el parecer de los tumbecinos, pues ellos también eran considerados hijos del Sol─ especialmente las vajillas, adornos y demás enseres, todos de oro y plata, incluso un verdadero jardín botánico y zoológico (quizás el mismo que inspiró a Erich van Däniken para engatusar a ingenuos empresarios europeos del siglo XX en uno de los más sonados casos de estafa):

Entraron en los jardines, donde vio Pedro de Candía árboles y otras plantas menores, y yerbas, animales y otras sabandijas, que los huertos y jardines reales hemos dicho que tenían contrahechos al natural de oro y plata, de todo lo cual quedó el cristiano más admirado que los indios quedaron de haberle visto tan extraño y maravilloso para ellos.[4]


Pizarro se valió en toda su campaña de esa absurda confusión de los incas, quienes les empezaron a llamar viracochas. Repitiendo lo de los aztecas que creyeron era su dios civilizador Quetzalcoatl, en el sur identificaron a los extraños visitantes con Viracocha. Tanto juega Pizarro con el cuento de los dioses que, estratégicamente, lo utiliza en el conflicto que mantienen Huáscar y Atahualpa, los herederos que a su llegada se disputan el control del Tahuantinsuyu. Frente a un emisario del primero que va donde los españoles a buscar humildemente «la justicia, rectitud y amparo de los hijos de su Dios Viracocha»,[5] ofrece mentirosamente desagraviar al derrotado hijo de Huayna Cápac, prisionero de su otro hijo vencedor luego de cruentas batallas. Y, según cuentan todos los cronistas oficiales de ese tiempo, Atahualpa también cae en el error de Moctezuma. Envía una embajada presidida por su hermano Titu Atauchi quien dice a Pizarro «que el Inca enviaba a dar la bienvenida a los hijos de su Dios Viracocha» con presentes de su tierra en «señal del ánimo que tenía de servirles adelante con todas su fuerzas y poder», «que deseaba verlos ya y servirles como a hijos del Sol, su padre, y hermanos suyos».

La embajada, según refiere Garcilaso de la Vega, tiene la intención de pedir magnanimidad y clemencia a los europeos: «El Rey Atahuallpa envió aquella embajada y dádivas a los españoles por aplacar al Sol, porque le pareció que los indios de la isla Puná y los de Túmpiz y otros por allí cercanos le habían enojado y ofendido por haber resistido y peleado con ellos y muerto algunos españoles (…) que como él y los suyos los tenían por hijos de su Dios Viracocha y descendientes del Sol». El temor del Inca provenía de la profecía de su padre Huayna Cápac quien antes de fallecer había vaticinado que «después de sus días entrarían en sus reinos gentes nunca jamás vistas ni imaginadas, que quitarían a sus hijos el Imperio, trocarían su república, destruirían su idolatría».[6]

En su primer encuentro, en la ciudad de Cajamarca, Atahualpa recibe efusivamente a la embajada presidida por el hermano de Pizarro: «Seáis bienvenidos, Cápac Viracocha, a estas mis regiones». Como a pares, en ningún momento sintiéndose inferior a ellos. Luego, el Inca se sentó «y pusieron a los españoles asientos de oro de los del Inca, que por su mandado los tenían apercibidos, que, como los tenía por descendientes de la sangre del Sol, no quiso que hubiese diferencia de él a ellos».[7] Al día siguiente diría Atahualpa a la misión diplomática de Pizarro, palabras más palabras menos, las siguientes:

Grandemente me huelgo, varones divinos, que vos y vuestros compañeros hayáis llegado en mis tiempos a estas regiones tan apartadas, y que con vuestra venida hayáis hecho verdaderas las adivinaciones y pronósticos que nuestros mayores nos dejaron della. Aunque mi ánimo antes debía entristecerse, porque tengo por cierto que se han de cumplir todas las demás cosas que del fin deste nuestro Imperio los antiguos dejaron pronosticadas que habían de suceder en mis días, como veo cumplido lo que esos mismos dijeron de vuestra venida. Empero, también digo que tengo estos tiempos por felicísimos por habernos enviado en ellos el Dios Viracocha tales huéspedes, y que los mismos tiempos nos prometen que el estado de la república se trocará en mejor suerte, la cual mudanza y trueque certifican la tradición de nuestros mayores y las palabras del testamento de mi padre Huayna Cápac, y tantas guerras como mi hermano y yo hemos tenido, y últimamente vuestra divina presencia.[8]

Prosigue el largo parlamento manifestando que por considerarles hijos del gran Dios Viracocha y mensajeros del Pacha Cámac, no ha tratado de resistirlos ni echarlos del reino con sus ejércitos, cumpliendo el mandato de su padre de servirlos y adorarles, ordenando que nadie tome las armas en su contra. Aprovecha para preguntarles cómo siendo enviados de esos dos poderosos Príncipes han causado muertes y tantos estragos en otras provincias, exhortándoles a ser clementes con su gente.

Cuando después de algunos días vio a Francisco Pizarro y a su comitiva cara a cara, habría dicho Atahualpa: «Estos son mensajeros de Dios; no hay para qué hacerles enojo, sino mucha cortesía y regalo». Pero ante las insinuaciones de someter su imperio al Emperador ibérico y al Papa romano, que es lo que entendió a Felipillo, el indio de Puná que servía de traductor a los españoles, Atahualpa no disimuló su enojo, exigiendo de inmediato un mejor intérprete «más sabio y más fiel» y no «mensajeros e intérpretes ignorantes de la una lengua y de la otra», porque lo que oía le parecía carente de la urbanidad que se esperaba de gentes y naciones de tan alejadas regiones para tratar asuntos «de paz y amistad y de hermandad perpetua y aun de parentesco». Al contrario, lo que oía eran amenazas de «guerra y muerte a fuego y a sangre, y con destierro y destrucción de los Incas y de su parentela», de renuncia al reino y conversión en vasallo tributario de otro. O «vuestro Príncipe y todos vosotros sois tiranos que andáis destruyendo el mundo, quitando reinos ajenos, matando y robando a los que no os han hecho injuria ni os deben nada ─replicó Atahualpa─; o que sois ministros de Dios, a quien nosotros llamamos Pachacámac que os ha elegido para castigo y destrucción nuestra».[9]

Evidenciadas las intenciones de los intrusos, éstos atacaron por sorpresa para tomar prisionero al Inca, tal como lo había planificado Pizarro. Luego sobrevino la masacre de Cajamarca, que según Garcilaso de la Vega «pasaron de cinco mil indios los que murieron aquel día; los tres mil y quinientos fueron a hierro, y los demás fueron viejos inútiles, mujeres, muchachos y niños, porque de ambos sexos y de todas edades había venido innumerable gente a oír y solemnizar la embajada de los que tenían por dioses».[10]
Difundida la noticia de tal mortandad aumentó la supersticiosa creencia de que eran dioses, «pero dioses terribles y crueles», a quienes a su paso por las diferentes comarcas aledañas hacían ofrendas y dádivas de cuanto tenían, ya que incluso Atahualpa, rehén de ellos, así lo habría ordenado.

El cronista cuzqueño a quien seguimos, trata de ser objetivo en la difícil tarea de narrar los hechos de los compañeros europeos de su padre y rescatar, lo más fielmente posible, los acontecimientos del ocaso del imperio del cual su madre era miembro de la casta dirigente. Explica que los incas creyeron a los destructores de su sociedad venidos del cielo, recordando la leyenda de su pueblo según la cual a uno de sus reyes, el Inca Viracocha, se le habría aparecido un fantasma con barba y extraña vestimenta manifestando ser hijo del Sol, razón por la cual, desde entonces, lo adoraron como dios.


La situación política por la que atravesaba el Tahuantinsuyo en ese tiempo, contribuyó para que sea más creíble ese mito. Pues, salía de la larga guerra civil entre hermanos y los partidarios de Huáscar, los cuzqueños, pensaban que el cruel asesinato de Atahualpa por los españoles en Cajamarca, de alguna manera, era un acto de justicia que se hacía a su rey y a todos los suyos por mandato de Viracocha el hijo del Sol. «Ayudó mucho a esa creencia ─afirma Garcilaso de la Vega─ la artillería y los arcabuces que los españoles llevaron, porque dijeron que, como a verdaderos hijos, les había dado el Sol sus propias armas, que son el relámpago, trueno y rayo, que ellos llamaban illapa, y así dieron este nombre al arcabuz; y a la artillería dan el mismo nombre, con ese adjetivo hatun illapa, que quiere decir: el gran rayo o el gran trueno».[11] Y «así llamaron Viracocha Inca a todos los conquistadores del Perú, desde los primeros, que fueron los que entraron con Pizarro, hasta los segundos, que fueron con don Diego de Almagro y con el Adelantado Don Pedro de Alvarado, y los adoraron por dioses».

Pero pronto se desengañaron de su creencia, cambiándoles la denominación venidos del cielo por la de demonios:

Duró esta adoración hasta que la avaricia, lujuria, crueldad y aspereza con que muchos dellos les trataban, los desengañaron de su falsa creencia, por do les quitaron el nombre Inca, diciendo que no eran verdaderos hijos del Sol, pues en el trato que les hacían no semejaban a sus Incas, los pasados; y así les quitaron el apellido Inca y les dejaron el nombre Viracocha por la semejanza de la fantasma en barbas y hábito. Esto hicieron los indios con los españoles que se mostraron ásperos y crueles y de mala condición, y en lugar de los nombres augustos le llamaron zupay, que es demonio.[12]


Datos del autor:


César Albornoz (Quito, 1956)

Sociólogo y diplomado en Comunicación Pública de la Ciencia y la Tecnología. Ejerce la docencia en la Universidad Central del Ecuador. Autor de varios trabajos entre los que se destacan El pensamiento crítico ecuatoriano del siglo XX (1995) y Los grandes filósofos y la vida en el cosmos (2008).

Colabora con el movimiento Demolición desde 2009.

Notas y bibliografía

[1] Fragmento de: César Albornoz, Los grandes filósofos y la vida en el cosmos, Abya-Yala / Ministerio de Cultura, Quito, 2008.
[2] Inca Garcilaso de la Vega, Historia general del Perú, segunda parte de los Comentarios Reales, t. I, Editorial Universo S.A., Lima, 1970, pp. 52-53.
[3] Ibíd., p. 54.
[4] Ibíd.
[5] Ibíd., p. 62.
[6] Ibíd., pp. 64-65.
[7] Ibíd, p. 68.
[8] Ibíd., pp. 70-71.
[9] Ibíd., p. 81.
[10] Ibíd., p. 84.
[11] Ibíd., p. 118.
[12] Ibíd..