lundi 22 août 2011

DEMOLICIÓN EN MOVIMIENTO



DOBLES Y ÚNICOS

Por Pablo Yépez Maldonado
*

El hombre es temible aún después de muerto.

Joaquín Gallegos Lara
(El Guaraguao)

Mi espalda, mi atrás, es; si nadie se opone, mi pecho de ella. Mi vientre está contrapuesto a mi vientre de ella. Tengo dos cabezas, cuatro brazos, cuatro senos, cuatro piernas, y me han dicho que mis columnas vertebrales, dos, hasta la altura de los omóplatos, se unen allí para seguir –robustecida- hasta la región coxígea.

Pablo Palacio
(La doble y única mujer)

La verdad puede ser producida desde un discurso y, aún más, se puede establecer un horizonte de sentido dentro del corpus académico o de la narratología social de acuerdo a las herramientas, la metodología, el escalpelo con los cuales se trabaje sobre la realidad o sobre otros discursos. “Es pues agradable —dice Deleuze— que resuene hoy la buena nueva: el sentido no es nunca principio ni origen, sino producto. No hay que descubrirlo, restaurarlo ni reemplearlo, sino que hay que producirlo, mediante una nueva maquinaria,” y; concluye: “... producir el sentido es hoy la tarea”. Ya no es el tiempo de la inocencia, de los mismos y manidos argumentos, de los primeros balbuceos inconscientes; de los ensayos escritos por el puro placer de aparecer en el índice de los “intelectuales” del Ecuador. Ya no.

Vivimos una época de definiciones, de radicales posicionamientos, de grandes reagrupamientos, de apuestas sobre el futuro con una carga hipercrítica acerca del pasado y, lo que es más importante, con los suficientes elementos para redireccionarlo, modificar el presente y, consecuentemente, definir el futuro.
Es el momento de la reconstitución de este país, de un violento reacomodo de las fuerzas a nivel nacional y mundial, de una paradójica época de producción desmedida y de la más insultante miseria (medida, por supuesto con el baremo de los tecnócratas, de los estadísticos, de los cientistas sociales). El cisne hace rato que perdió su batalla, muchos nacimos en el siglo de la defunción de la rosa y la mayoría en la época petrolera. El debate se centra en este momento en las interpretaciones, en la construcción del sentido y la definición de sus múltiples vertientes; ninguno de los pronunciamientos de los intelectuales responde ya, a la inocencia o la candidez.


En todos los razonamientos, cumplidos, omisiones, olvidos, desprecios, subvaloraciones se encubre una motivación, un propósito pacientemente calculado por aquellos que determinan el sentido, el canon, establecen los límites de la comunidad y dan el visto bueno a los aspirantes a ser parte de la cofradía. Amparados por esta sospecha inicial se puede comprender que tras los esfuerzos denodados por buscar íconos, figuras representativas y ejercitar validaciones pos históricas se esconde una extraña manera de auto elogiarse, de auto redimirse, de auto representarse y de proyectarse desde el pedestal egregiamente levantado con la finalidad de suplantar, con su figura de enanos, la de los excelsos vates, filósofos, pensadores que de esta tierra han sido...

¿Antagonistas o complementarios?

En el Ecuador se ha fortalecido una corriente que revaloriza a Pablo Palacio en detrimento de Joaquín Gallegos Lara; dos notables escritores y actores políticos de los inicios de la ecuatorianidad en la literatura (a pesar de que se recurra a la muletilla de que uno no habita una nación sino una lengua). Dos antagonistas en su tiempo pero complementarios en el devenir de la historia; dos figuras incompletas en sí mismas que no hacen una unidad sino una gran estela de proposiciones y vacíos. Dos personajes que en su peculiar manera de existir constituyen las bases de lo que se denomina la literatura moderna de este país (inacabado en sí mismo y, a la vez, desbordado por sus contenidos).

A inicios de la década de los 70; escindido el movimiento Tzántzico, desaparecida su revista Pucuna y definida una nueva tendencia que antepuso el “oficio” a la “actitud”; con la edición del Nº 8, en julio de 1974, de la revista “La bufanda del sol” se inicia el proceso de revalorización de la obra de Pablo Palacio; quien, luego de abandonar la literatura, se refugió en el discurso del orden para escaparse, posterior y definitivamente a través del umbral de la locura, hacia su muerte temprana. Este proceso de “reencuentro” con Palacio significa una puesta en valor de su inimitable manera de desacreditar la realidad; su iniciática labor de hurgar en las pequeñas cosas las causas del desacomodo de los personajes al interior de la realidad (tanto la ficcional como la real); sus juegos de transposiciones y sus laberínticas maneras de perderse en la inmensidad del día para amanecer el mismo, y a la vez distinto, personaje que constituye un engranaje nada más de todo el mecanismo de relojería que nos lleva hacia la esquizofrenia, el conformismo y la servidumbre.

Cuáles son las razones para tanta fascinación (si de la historia no hay nada que recuperar pues lo único que nos resta es interpretarla desde la contemporaneidad, por supuesto); cuáles son los motivos para que, de manera paulatina, a partir de la década de los 70 del siglo pasado, se vuelva sobre los pasos de Pablo Palacio denostando, como contrapartida, al llamado “realismo social” de la década del 30 y, fundamentalmente, renegando de Joaquín Gallegos Lara; un ser deforme de una lucidez extraordinaria y una cordura a prueba del acomodo y el arribismo.

¿Qué se esconde, qué está detrás de todos estos juegos de homenajes y recuperaciones, de olvidos y agravios? ¿Qué está en juego en estas tendenciosas maneras de abordar dos concepciones distintas de hacer la literatura, dos maneras de entender el mundo, pero fundamentalmente dos actitudes vitales y formas diferentes de cuestionar la realidad en la que se desenvolvieron?



Pablo Palacio no necesita de los rescatadores de oficio, no le hacen falta los epígonos ni los conmilitones de capilla; pero han crecido en número y en representatividad, en fama y trascendencia. Joaquín Gallegos Lara, en cambio, perdido entre las más ácidas críticas no ha logrado superar ese cerco impuesto por la intelectualidad –imbuida ahora por su nuevo rol protagónico en la construcción positiva de la realidad-, de sugerentes y amplios caminos por donde transcurre la observación más sosa, la cavilación más inocua, la pedantería más inoficiosa, el rastacuerismo en suma pero desarrollado bajo novedosas presentaciones.

Realidad, personajes y mitos

La aparición en 1930 de Los que se van, obra de Joaquín Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert dio paso a la consolidación de una tendencia de hacer literatura; conformándose, con Alfredo Pareja Diezcanseco y José de la Cuadra, el grupo “Cinco como un puño”; a los que se añadirían, como escritores dentro de la misma orilla, Ángel Felicísimo Rojas, Enrique Terán e incluso Leopoldo Benítez para completar lo que se conoce como Grupo de Guayaquil.

Forjados al calor (y horror) de la masacre del 15 de noviembre de 1922 y bajo los signos de la modernización impuesta por la Misión Kemmerer; traída al país para subsanar la inutilidad de la oligarquía en ordenar las cuentas y el aparato estatal, pero fundamentalmente por el interés de los terratenientes de recuperar la hegemonía perdida a medias en 1885 con la Revolución Liberal; el Grupo de Guayaquil (al que se suma la corriente de la Sierra con Jorge Icaza y Fernando Chávez, principalmente), irrumpe en el ambiente literario con una escritura que recoge el habla popular, esa parte del idioma que hizo añicos la forma tradicional de relatar pero que, sobre todo, deja de lado las pretensiones de los escritores de ser aceptados por la Real Academia de la Lengua pues, en este país, como lo demostrarían ante los ojos irritados de los críticos de oficio, existían únicamente luengas y anfractuosas formas de exclusión y explotación.

Estos escritores elevaron a la categoría de protagonistas fundamentales a aquellos individuos que habían construido la historia pero que no formaban parte ni del proyecto ni de los beneficios de los sucesivos intentos de modernización de la sociedad (modernización como propuesta para alcanzar el desarrollo, la igualdad, la fraternidad y la equidad; proyecto fallido por lo demás).

Aparecen en escena el cholo, el montuvio, el indio, el negro (con Adalberto Ortiz y posteriormente con Nelson Estupiñán Bass, para hablar de los iniciadores de la visibilización de los negros en el mosaico nacional); protagonistas tanto de las Guerras de la Independencia como de las luchas a favor y en contra de la Revolución Liberal pero nunca incluidos en el inventario de vencedores sino únicamente como clases subalternas, como peones de oficio al mando de los “ilustrados” y hasta “aristócratas” héroes criollos de las primeras guerras y, bajo la dirección de generalotes latifundistas o de curas y hacendados, de la Revolución Liberal.

Son quienes definieron de manera radical (de una radicalidad que aún nos lleva a debatir el tema) el papel del escritor al interior de la sociedad –pacata, mojigata, mohína-; oficio asumido como expresión de la conciencia colectiva y, a la vez, como constructor y deconstructor tanto de la lengua como del imaginario celosamente construido bajo los olores del incienso y la lengua servil de los nobles y cortesanos en mutación.

A su forma de escribir, porque establece una ruptura con el lenguaje artificioso, se ha llegado al extremo de caracterizarla como “terrorista”; es decir el ejercicio de la violencia extrema a la que no logramos comprender pero que sin embargo se gesta y genera en el interior de las sociedades y se explica por las mismas condiciones en las que se debate la comunidad humana. Último recurso frente a la impermeabilidad del sistema, de las estructuras, de las clases dominantes, de los institutos, de la academia. Aquella “bomba” lanzada en medio del desfile de la paquidérmica congregación de los proxenetas del lenguaje y de la realidad fue la única manera de irrumpir y demoler, de nombrar, de establecer, de hacer evidente aquello que esa realidad “municipal y espesa” escapaba a los ojos de los “intelectuales” de la época.

De aquella herencia literaria maltrecha proveniente de los Mera y Montalvo pasando por la Generación decapitada, se arriba de manera violenta a la exposición de los desposeídos de la tierra; en esta republiqueta de ficción se eleva al escenario literario a los que siempre empujaron todos los cambios, todas las revoluciones sin haber capitalizado a su favor ningún beneficio.



El indio, contradictor permanente de esa ilusión de patria, de nación irrumpe en el escenario –indio recreado castiza y malintencionadamente por Gonzalo Zaldumbide y todos sus epígonos-, desbaratando toda la estantería armada por los discursos oficiales, por la primorosa candidez de los poetas y la cobarde actitud de los intelectuales que soslayaron el tema; el indio los interpelaba no solo a nivel de su discurso sociológico sino fundamentalmente como ingrediente rechazado de la constitución del ser y de la nación. Sujeto histórico reprimido y masacrado por los mismos iluministas que crearon esta república de bambalinas; despreciado y conminado (en el mejor de los casos) a integrarse en la república mestiza con la condición de que renuncie a sus costumbres, a su cultura, a su forma de concebir la vida para incorporarse al proyecto “nacional blanco-mestizo”.

El negro; invisibilizado y ocultado, segregado en remotas regiones donde pudo mantener su idolatría, su peculiar manera de relacionarse con el cuerpo, con la vida, con la historia; ni siquiera formó parte de ningún proyecto, simplemente se lo ignoró salvo como protagonista de la barbarie, del salvajismo más puro hasta que –en las últimas décadas- se lo descubrió en su calidad erótico-estética-exótica llegando inclusive a constituirse como la encarnación de la ecuatorianidad puesta en juego en un rectángulo deportivo.

El cholo, el montuvio; los que “se van pa´bajo del barranco” se apropian del escenario. Si, con tanta fuerza resuenan los escritores que los recrean, es simplemente porque el auditorio no está preparado para captar la realidad y mirarse en el espejo, para observar la bárbara realidad que habían construido a fin de garantizar su comodidad o, en algunos casos, para reunir los fondos necesarios con la finalidad de viajar a aprehender la cultura en París o Londres; son los tiempos de esa época cuyos habitantes inclusive no lograron comprender a quienes regresaban con la idea de ampliar el horizonte cultural del país con nuevas propuestas.

La violenta represión del 15 de Noviembre de 1922 daría paso a la Revolución Juliana de 1925; crecería la ilusión de la pequeña burguesía intelectual de construir la historia sobre la base de la democracia heredada de una civilización esclavista que –al igual que la nuestra-, negó su condición de protagonistas a mujeres, artesanos, esclavos; en definitiva a todos aquellos que no tenían abolengo, a los que no descendían de los “patricios” nacidos bajo el sol ecuatorial; ilusión cuyo límite constituyó el mismo proyecto reformador de carácter institucionalista que se llevó adelante a partir de ese año.

La definición radical de su posición como intelectuales frente a esa realidad se bifurca: la que asume Joaquín Gallegos Lara: la del escritor como agitador, como revolucionario, como activo militante que conspira permanentemente en contra de la realidad y de los cánones establecidos; y, la de Pablo Palacio, para ponerlo como contradictor –por el momento, pues su papel más es de coadyuvante-, que representa aquella postura de los intelectuales que mantienen una postura crítica, irónica, introspectiva, contemplativa pequeño burguesa en suma (sin que esto denote ninguna valoración peyorativa) frente a una realidad ya desenmascarada pero casi imposible (desde su punto de vista) de cambiarla.

Alrededor de aquellos dos personajes se construyen dos mitos: “los cinco como un puño” y “la soledad de Pablo Palacio.” Mitos interesados en fortalecer, el primero, la unidad del grupo como propuesta ideológica hegemónica que logra permearse, a través de sus obras, hacia la institucionalidad estatal; y, el segundo, la imagen del individuo encerrado en su concepción, impermeable a la crítica, terco hasta la tozudez que raya en el genio; los dos empero, construidos como antagonistas irreconciliables de dos tendencias disímiles de hacer literatura.

El mito de “los cinco como un puño”, construido por los que quedaron con vida de aquel movimiento rupturista de los años 30; enmascara una realidad que debe ser desentrañada por los prolijos investigadores de biblioteca: Joaquín Gallegos Lara se quedó solo; en una soledad absoluta compartida de manera escindida con Falcón de Alaqués y, a su manera, irradiando esa imagen del conductor centauro sobre los hombros de los que deberían alcanzar la liberación a través de la revolución.

La biografía de Gallegos Lara, trasladada a la literatura y luego a la pantalla, no solo expresa esa voluntad de ser sino que sirve de pretexto para que “el intelectual” (en su papel de narrador y novelista) exponga sus reflexiones sobre la dificultad de escribir una novela; tema que, paradoja que confirma la realidad de ambos como parte de un todo en ese momento histórico, es desarrollado por Pablo Palacio en su novela Débora.

Aquellos que sobrevivieron de “los cinco como un puño” optaron por la colaboración con regímenes de diversa índole, remarcando aún más esa distancia en las posiciones políticas entre Gallegos y “sus hermanos” de vertiente literaria. A Gallegos se le negó hasta un cargo de profesor en un colegio a pesar de que los futuros diplomáticos reconocieran a Joaco como el dirigente de la corriente. Aislado el individuo es mucho más fácil proceder a su esterilización con la finalidad de evitar su peligroso contagio. Aislamiento no solamente efectuado en el campo de la literatura sino también al interior de ese partido “revolucionario” del cual formó parte. Corrían los años en los cuales se debatían cuestiones cruciales: la claudicación de acuerdo con la línea de Browder o la consolidación de una línea revolucionaria independiente que apuntara a transformar la realidad de los países y no solamente a colaborar a la detención del fascismo a nivel mundial.

Todo lo anterior nada tiene que ver con la literatura dirán los puristas, los que abogan por la inviolabilidad del mundo de la ficción por las bacterias de la realidad, pero, es preciso recordarles a los preciosistas (tan castos ellos) que es la realidad la que configura a los escritores, a los lectores, a los críticos; es decir demarca el mundo real donde se desenvuelve “la literatura”; pues, sin esos actores no es posible su realización (en términos marxistas, claro).

Por el otro lado; el mito de la soledad de Pablo Palacio, coadyuvó a generar una corriente de reapreciación del genio incomprendido; aquel que, pese a todas las circunstancias en contra, logra desarrollar su propuesta a contracorriente para, admonición del tiempo y los arqueólogos de la palabra, relucir con brillo propio al cabo de los años. Corriente que además, deja de lado su historia personal como abogado exitoso, pues llegó a ser Secretario del Congreso, y reconocido por su prosa pulida en favor de... la disciplina. Es decir; preocupado por aquellas pequeñas realidades que también configuran la vida de los escritores, lectores, prestamistas, deudores, de la literatura en suma.



Temprana partida de los dos; hacia la muerte en el caso de Gallegos Lara y hacia la locura, en el de Pablo Palacio. Final prosaico en el primero, literario en el segundo. Gallegos Lara, para oprobio de sus coidearios tiene, como gran reconocimiento, ensalzado por el Partido Comunista, un acuerdo de condolencia publicado por el gobierno de ese entonces; Pablo Palacio el reconocimiento tardío de su pléyade de seguidores; que, mucho más vivenciales, desean el reconocimiento a sus méritos literarios “en vida” y que la locura ronde únicamente sus textos literarios como final soñado.


Los años azarosos


Los ideales de la Revolución Rusa y la difusión del anarquismo y del marxismo como propuestas revolucionarias y libertarias tomaron cuerpo en aquellos sectores sociales que nunca fueron considerados en el proceso de consolidación del proyecto republicano. Son los intelectuales de la primera hornada del socialismo (de ese socialismo pequeño burgués e inocentón) los que reconceptualizan el papel de la literatura y del arte en general para lanzarse a la producción de aquellas obras que constituirían la piedra angular de nuestra forma de narrar, de mirar al otro, de constituir la “identidad nacional" (por lo menos desde fuera, desde la enunciación y la denuncia).

De manera inédita hasta ese momento los escritores ponen en evidencia la realidad que está por fuera de la centralidad, exponen las duras y violentas condiciones en las que se hallan aquellos que hacen posible la situación más o menos confortable a latifundistas, hacendados, banqueros y pequeño burgueses. Esa realidad nunca fue enunciada por los intelectuales ni por los grupos hegemónicos que se turnaron en el poder. Además develaron la compleja tramoya que se entreteje para que esa realidad sea posible; las relaciones incestuosas entre el latifundista o terrateniente (que para el caso no eran lo mismo ni estaban enclavados en la misma región), las leyes, la religión y sus acuciosos ejecutores. Y, señalan, de manera irrefutable ese maridazgo que llega hasta la complicidad de los que callan, de aquellos que no la hacen evidente y de manera estructural se benefician de la condición descrita. Por lo que, de manera implícita plantean una posibilidad de subvertir y revertir la situación dada.

La definición de su actitud y de su quehacer literario vino, por añadidura, por el lado de la escisión del partido Socialista y la creación del Partido Comunista. Gallegos Lara formó parte del segundo y Palacio del primero. Las claves para entender aquella división están dadas por el rol asignado a la pequeña burguesía; el PC afirmaba que constituía una clase que desaparecería al calor de la revolución mientras que el PS sostenía que la pequeña burguesía tenía un papel protagónico como dirigente de los obreros y del campesinado debido a su condición intelectual.
El PS se fortaleció en la sierra y el PC en la costa. Los escritores agrupados en aquella denominación ideológica de realismo socialista pusieron énfasis en hacer evidente la explotación de las clases oprimidas mientras que Pablo Palacio (junto a Humberto Salvador; Ajedrez, 1929 y En la ciudad he perdido una novela, 1930) “reduce al ridículo a la cultura de élite que dominaba en el Ecuador de los últimos años 20”.



Por otro lado, la influencia de las vanguardias, ampliamente demostrada en el estudio sobre Pablo Palacio realizado por María del Carmen Fernández, define la otra vertiente. Aquella asumida por los poetas posmodernos: Jorge Carrera Andrade, Gonzalo Escudero, Alfredo Gangotena además de los Miguel Ángel: León y Zambrano a quienes se debe sumar de manera ineludible a Hugo Mayo; renuevan la poesía, desestructuran el verso tradicional, incorporan la poética de la tierra y de sus actores fundamentales sin renunciar (y más bien ensanchando la estrecha línea de lo local) a su cosmopolitismo y su visión de otras realidades, otras tierras y otras formas de poetizar la realidad inabarcable. En la narrativa, la experimentación formal por la generación latinoamericana de los años 20, tiene su expresión en la obra de Palacio; quien asume que:

“...hay dos literaturas que siguen el criterio materialístico: una de lucha, de combate, y otra que puede ser simplemente expositiva. (...) vivimos en momentos de crisis, en momento decadentista, que debe ser expuesto a secas, sin comentario. (...) Dos actitudes, pues, existen para mí en el escritor: la del encauzador, la del conductor y reformador –no en el sentido acomodaticio y oportunista- y la del expositor simplemente, y este último punto de vista es el que me corresponde: el descrédito de las realidades presentes, descrédito que Gallegos mismo encuentra a medias admirativo, a medias repelente, porque esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra verdad actual.”

Es decir, desde su perspectiva coexisten y se necesitan esas dos vertientes; aquello que para los críticos del realismo social es exclusión para Palacio es coexistencia, es posibilidad de compartir; pues, el mundo, en especial en esa década comenzó a fraccionarse en muchos mundos, a descubrirse en toda su explosiva composición como un entramado complejo y contradictorio de actores, clases sociales, personajes, condiciones y relaciones sociales de producción; en definitiva eclosionó ante la asombrada mirada de los intelectuales y de la academia todo un mundo al que lo mencionaban pero que nunca se atrevieron a hurgar peor a explorarlo.

¿Dónde reside la sospecha?

Fernando Tinajero en ese lúcido pero incompleto repaso que constituye De la evasión al desencanto se refiere así a los Tenientes, a aquellos que tomaron el gobierno en la Revolución Juliana:

“Tales Tenientes, en efecto, eran los portadores de las aspiraciones más arribistas que revolucionarias de una clase media que había nacido al mismo tiempo que el proletariado, aunque tenía sobre él la ventaja de haber sido adiestrado por la escuela laica en el uso del Verbo del dominador...”



El tiempo tiende a retornar confirmando que los procesos son cíclicos, recurrentes, forman una espiral sin fin. Los actuales momentos que vive el país así lo confirman; una intelectualidad encaramada en el gobierno pretende reescribir la historia desde su particular posición de (re)elaboradores de discursos, de normadores absolutos, de reformadores en suma para poner en orden el caos que escapa a su comprensión.

Hijos y nietos de esa clase media que se formó al calor de la dictadura “nacionalista y revolucionaria” de la década de los 70 bajo el signo de los petrodólares y la modernización del estado; ahora conducen el timón del estado bajo los parámetros racionalistas del Banco Mundial y una obsesiva compulsión a centralizar y normar todo con el pretexto de disciplinar la sociedad; paso previo para entrar de lleno en una nueva etapa extractivista y de reprimarización de la economía. Pues la modernización (¡otra vez!) del Estado y de la sociedad requieren de las divisas que pueden proveer los metales y los hidrocarburos que aún subyacen en la reserva de la biósfera Yasuní, en el bosque húmedo tropical de Zamora y Morona; en definitiva que bajo la inexplotable biodiversidad está la talega de oro que nos sacará del subdesarrollo, de las condiciones del capitalismo tardío, de país tercer mundista, de país en vías de desarrollo (todos eufemismos para designar una misma realidad).


El proyecto modernizador y disciplinario está en manos de los intelectuales formados en Europa; ya no son los rústicos militares (claro que están detrás siempre garantizando el orden constituido a pesar de haber sido relevados de esa tarea) los que llevan adelante el proceso; ahora está la mesocracia que logró encaramarse en el gobierno capitalizando a su favor la ola de cambios y demandas provocados y exigidas por los sectores populares e inclusive, como constatación de su desparpajo, apropiándose o confiscando el discurso revolucionario (claro que con ese olor a antigualla que genera la estudiantina oficial de la revolución ciudadana: Pueblo Nuevo, expresión más pura del “oportunismo revolucionario”).

Son los intelectuales los llamados a hacer la revolución, a normar y a disciplinar, a poner en orden; en definitiva a hacer aquello que no logró la oligarquía: que el capital circule más rápidamente, que la fuerza de trabajo sea más calificada y tenga mejores condiciones para reparar su desgaste; que los tributos se constituyan en el instrumento racional de reinversión; que la infraestructura sea parte fundamental de la inversión indispensable para hacer, de la producción, un buen negocio; que la capacidad de ahorro interno se destine a la inversión productiva. Elementales principios de la economía política del capitalismo no del socialismo.

Es en este contexto que se realiza una relectura de la historia y de la literatura; se ponen al día las discusiones que se establecieron años atrás; se rescata o se desvaloriza, se ensalza o se desacredita, se publica o se silencia. Todo en nombre de: la revolución en el caso del gobierno central; o, de la libertad en el proceso llevado adelante en Guayaquil por sus emprelectuales (híbrido resultante de la coyunda de intelectuales y empresarios).



Orillas, tendencias, ideologías

Joaquín Gallegos Lara representa, en este esquema simplificado, a los que están fuera de la academia y de la norma Pablo Palacio, en cambio, a la pequeña burguesía y su conciencia desgarrada; Joaco a los que están por fuera del proyecto renovador e institucional, Palacio a los intelectuales y a los puristas que sienten asco de la realidad actual; Gallegos a los comunistas y revolucionarios, Pablo a los reformistas y forajidos; Joaquín a los que se van pa´bajo del barranco; Palacio a los que ascienden, a los que logran...

Destino paradójico para dos escritores; solitarios los dos a su manera: JGL solo en su eticidad e intransigencia, PP en la profundidad de su tendencia literaria. Al igual que en los años treinta, pero esta vez intercambiando las orillas; los epígonos de Palacio se han multiplicado, la marginalidad (palabreja que fascina a la pequeña burguesía) se expresa en la literatura contemporánea; la realidad social, en cambio, es eludida.


Los monólogos se suceden sin fin en las novelas actuales; la acción rápida, fulgurante y asesina solo está presente en la crónica roja. La muerte es solo una percepción, la pobreza un dato, los índices de desarrollo humano simplemente una estadística; la vida fluye sin narradores en El Guasmo, Las Malvinas, la Jaime Roldós, la Isla Piedad. El discurso del intelectual pequeño burgués está presente en las esferas oficiales, en los ministerios y en los cónclaves internacionales; a las voces de los migrantes, de los indios, de los negros, de los mishos se las oculta, se las invisibiliza para que resuene más alto aún el discurso oficial como el portador de la nación y de los intereses patrios.

Pablo Palacio está en la academia (colofón demencial a su ironía); Gallegos Lara sigue en las calles, en los sindicatos, en las plantaciones de banano, en las minas de cascajo...

Pablo Palacio concita el interés de los estudiosos, de las editoriales, de los literatos; Gallegos Lara atrae a los que pretenden subvertir el orden, conspirar contra la adocenada literatura. Destinos contradictorios pero coherentes con su forma de vivir y escribir. Palacio es la ley y el orden; Gallegos la subversión y el asedio de las hordas salvajes al templo, a la literatura.


Otras lecturas, otras interpretaciones


“Toda esta literatura -la que logró el beneplácito de quienes imponían y administraban el sistema: la otra tenía cerrados todos los caminos- tendió a conferir inteligibilidad y apariencia de bondad a un sistema económico y social que consagraba una extremosa pirámide de desigualdades y desalentaba a los marginados de los bienes de la tierra, de la voluntad de reconquistar su herencia.”

Se renuevan los discursos pero no las intenciones; detrás de las voces se esconde un objetivo, una finalidad, un sentido. Aquellos que predican a favor de la consolidación de la “aldea global” desconocen en el fondo las pequeñas, ínfimas y cotidianas tragedias locales para embarcarse en la corriente avasalladora de la posmodernidad como discurso elaborado para los otros, no para los que lo idearon; no de otra manera se puede entender la inexistente respuesta de los “pensadores” franceses a una derivación de sus filósofos. Entonces las subjetividades, el desgarramiento (y desdoblamiento) de la intelectualidad pequeño burguesa se siente amenazada o proyectada por esa otra realidad, aquella que emerge con toda su crudeza y pone nuevamente sobre la mesa, lanzada con desprecio, con violencia por ese filósofo que renegó del galardón más alto que puede conceder la intelectualidad mundial “La náusea no tiene ningún valor frente a la muerte de un niño en África”; pero sabemos que tiene valor pues de lo contrario de qué estamos hablando si hay tantas muertes que se multiplican a nombre de la racionalidad occidental y no tan cristiana en Irak, Afganistán, en Libia, en Etiopía, en Bolivia, en la Patagonia; hasta en la bien amada cuna de la libertad y la democracia pues no puede ser más insultante e infamante la persistencia de los guetos y la criminalización de los ilegales en Estados Unidos, Italia, Francia, España, Alemania paradigmas de lo que “debe ser” para los nuevos predicadores de la nueva época.

“Dar consistencia a tal cosmovisión implicaba edificar un mundo ‘interior’ y propiciar aventuras y ascensiones ‘interiores’. Más aún, mostrar como las únicas valiosas esas empresas ‘trascendentes’. Arrojar cenizas de ‘contemptus mundi’ sobre cualquier empeño de conquista del mundo y transformación de la sociedad.”

Sobrevaloración de la ficción cuando en el mundo se diseña la virtualidad como el nuevo continente a ser habitado por millones de desposeídos que buscarán la única puerta de escape ahora que la guerra a las drogas llega a su fin y porque se ha descubierto que la evasión abre un nuevo filón de oro más rentable y menos problemático que la heroína y el hachís; pues, los video juegos no son sino el sucedáneo que permite manipular, controlar, limitar, condicionar la capacidad de respuesta, la imaginación, las aspiraciones de vida; en fin, que con la industria de la distracción y el ocio (ya que la educación demostró que a la vez que produce batallones de domesticados y correctos ciudadanos puede generar también peligrosos subversivos) se tendría asegurada la pasividad de millones de seres humanos que “alcanzarán” los beneficios de la tecnología (tecnología que en sus fases fundamentales está bajo el dominio de las transnacionales que a la vez monopolizan: los recursos naturales, las armas, el conocimiento, las fuentes de financiamiento, la comunicación, la ciencia... solo para enumerar las más importantes).

Se reclama como casi única y fundamental función de la literatura hacer verosímil la ficción cuando en verdad lo más difícil se ha logrado: hacer increíble la realidad. Y, a ello aportan los ‘literatos puros’, los que sí ‘saben escribir’ y logran el espacio y la reverberación en las grandes editoriales (que son, a fin de cuentas las que determinan qué se lee y, lo que es peor, qué se escribe). Pero la literatura –a pesar de estos sostenidos intentos de sus proxenetas- está más allá y se cuela por los intersticios de los catalogadores oficiales, de los dadores de fama, de los canonizadores. Gregorio Samsa no es solamente una metaficción, es una realidad cotidiana que atormenta a millones de seres humanos que buscan el cobre en los basureros tecnológicos (no por su alta tecnología sino porque allá van a parar los desechos de los productos tecnológicos elaborados bajo el concepto de obsolescencia programada) quemando a cielo abierto los cables de las computadoras que son desechadas bajo ese paraguas hipócrita de ‘ayuda al desarrollo’ o aquel otro más rimbombante y por ello más perverso aún de ‘aporte para cerrar la brecha tecnológica’ entre nuestros países y los países desarrollados...

Pero, esa ‘realidad increíble’ no consta en las ‘obras de literatura’ ni en las portadas de los diarios pues es un aspecto que no ‘desgarra’ la conciencia del intelectual pequeño burgués (ya que la alta burguesía ni la aristocracia tienen ningún interés en este pasatiempo ‘inútil’); es preciso el ensalzamiento del Ulises y las hilarantes reflexiones de Stephen Dedalus o, ya en nuestro patio, las de Antonio Gálvez y la espiral infinita de escribir una novela sobre un escritor que pretende escribir una novela que a su vez trata sobre un escritor que...
Pre-textos, con-textos, inter-textos, hiper-textos; el mundo construido por la palabra, por la capacidad de narrarnos, de re-hacernos a partir de la exterioridad de ese material sonoro que contiene en sí mismo la contradicción de la cual reniegan los ‘verdaderos escritores’: enuncia la realidad pero no es la realidad; entonces de qué ‘realismo’ hablamos.



Por lo tanto, por un lado están aquellos escritores que hacen de la realidad concreta su referencia (pero no la abarcan, no la agotan, no la encierran); y, por otro, de aquellos que a partir de la ‘conciencia escindida’ del ‘intelectual’ –cuyo ego lo lleva a autoproclamarse como ‘conciencia crítica’ de la sociedad-, hacen de la ficción su centralidad, su punto referencial –de aquellos que hacen de la “literatura” su pretexto para elaborar material ... literario-; y, son, los que –por sí y ante sí- se convierten en el rasero con el cual deben medirse los niveles de sensibilidad, de competencia, de maestría para hacer, de la ficción, un mundo creíble.

“La literatura tenía que cumplir el mismo papel que la ciudad y el templo; y algo más: daría a ciudad y templo su exacto significado. Porque templos como San Francisco o la Compañía, tan ricos, eran signos abiertos, y ello resultaba peligroso. En la cúspide del sistema semiológico al que pertenecen ciudad y templo, está la literatura: como hagiografía, como ascética y mística, como relato misional, como oratoria sagrada.”

Utilizaré esta exposición (palimpsesto y hermenéutica a fin de cuentas) para desnudar aquello que está detrás de los enunciados. Y comenzaré por el final pues la “oratoria sagrada”, aquella con la que pretenden evangelizar al nuevo mundo descubierto, está desarrollada en cierta literatura, en ciertos filósofos, en ciertos pensadores que creen, con esa temeridad que solo la poseen los dogmáticos, que su función fundamental es la de prevenir al “lector” sobre lo que “es” la verdadera “literatura”. Desde el valle sagrado los pontífices de “la palabra” predican en contra de aquellos que pretenden contaminarlo con sus acercamientos a la realidad, sus enfoques evidentemente “maniqueos” (se olvidan que, como todo enfoque, conlleva una forma de acercamiento); los nuevos predicadores de la pureza de la literatura tienen el deber ineludible de consignar en el índex a aquellos autores que profanan esa pasión inútil (tan inútil no ha de ser para que existan millones de escritores que pretenden llegar al pedestal de los reconocidos como “buenos” escritores).

No es extraño entonces que “la literatura: como hagiografía, como ascética y mística, como relato misional” tenga su funcionalidad en un momento de la historia que, igual al que hace referencia Hernán Rodríguez Castello, necesita normar, difundir los nuevos preceptos del mundo que adviene, poner de relieve los nuevos templos, las nuevas deidades y, por supuesto y como contrapartida, develar también los conflictos que se generan a partir de la irrupción de los bárbaros que asedian –sin las herramientas ni los conocimientos que poseen “los civilizados”- no solo al templo sino fundamentalmente que atentan contra las normas, los preceptos, las concepciones sobre lo que “es la literatura”.

Solo serán salvos aquellos que se alisten en la orilla de los escogidos, de los puros, de los verdaderos “profetas de la palabra”; porque el mundo de los subdesarrollados está por desaparecer; aquellos pueblos que están por fuera de la historia no tienen futuro, ni oportunidades de asistir al nacimiento glorioso de la nueva era. Si pensábamos que las profecías apocalípticas venían únicamente desde Hollywood podemos enmendar nuestro error. Las aguas, al igual que las del Mar Rojo, nuevamente se abrirán para castigar a aquellos que no lograron (no logramos pues) captar el mensaje del Mercado que es, a la postre, el nuevo Mesías; la palabra que está por venir se levantará para convertir en estatuas de sal a los autores que pretendan describir los sufrimientos de Gomorra y Sodoma...(a pesar de que nos regodeemos en sus placeres, en sus personajes, en sus escenarios, en su procaz forma de asumir la vida al margen de las normas).

Pero la realidad es más terca que la fantasía; aquellos autores que no pretenden aludirla siquiera, no tienen más remedio que utilizar ese material fonético construido pacientemente por el vulgo, por los rupturistas y vanguardistas (que, al cabo de los años es asimilado en el corpus de la lengua), por los irreverentes y los preceptores, por los ultraístas y los puristas; en fin, por toda la gama de seres humanos (y no tan humanos) que han enunciado, nombrado, nominado las cosas, las circunstancias, los aspectos, las aristas de esa realidad que ahora se escapa de la materialidad concreta para habitar el espacio de lo metafísico, de lo cuántico, lo astral, los cósmico, lo inmaterial (energía que se transmuta en materia y a la inversa), lo onírico, lo patológico, lo sagrado, lo profano, lo maldito, lo proscrito, lo aborrecido, lo no descubierto, lo imaginado...



Larga lista para constatar que a la realidad no es posible eludirla; y, que aquel paraíso construido por los profesionales de la palabra, únicamente existe en la arrogancia de aquellos que pretenden mantener como suyo ese coto cerrado de la imaginación, ese templo “sagrado” que es, en última instancia “la literatura”; cuando ya, desde hace siglos se conoce las diversas funcionalidades que ésta tiene: calidad de signo y significante, intencionalidad de persuadir, portadora de ideología (palabra proscrita del diccionario pero fundamentalmente de los nuevos ideólogos de la pureza), conspiradora o consolidadora del statu quo, reverenciadora o impugnadora del poder, constructora o deconstructora de la realidad –tanto la real como la ficcional-, articuladora o desarticuladora, crítica o complaciente... todas las contradicciones que de manera ficcional se resuelven en una “buena obra” (y solo en ella, es decir en ese “mundo autárquico, que fabrica sus dimensiones y sus límites ordenando su tiempo, su espacio, su población, su colección de objetos y sus mitos."); o, que trasladan –y esa es la cuestión polémica- parte de aquella construcción al imaginario del lector, apelan a complementar ese mundo –que por ello no es autárquico- con aquel que poseen los lectores para conspirar en contra de su “buena conciencia”.

Pues:

“...no debe concluirse que la literatura no mantiene ninguna relación de los demás ‘niveles’ de la vida social. Más bien se trata de establecer una jerarquía entre todos esos niveles; (...) todo elemento de la obra tiene (en sus términos) una función constructiva que permite su integración en la obra. Ésta, a su vez posee, una función literaria mediante la cual se integra en la literatura contemporánea. Esta última, por fin, tiene una función verbal (u orientación) gracias a la cual puede integrarse en el conjunto de los hechos sociales. (...) Más que de ‘reflejo’ la relación entre la serie literaria y las demás series sociales es de participación, de integración, etc. (...) Así, el punto de partida debería ser el estudio de la relación entre la literatura y el comportamiento verbal de una sociedad.”

Comportamiento verbal que hemos tratado de develar para desmontar los mitos, los prejuicios, las afirmaciones tendenciosas, los juicios de valor que han rodeado a estas dos figuras protagónicas de la literatura del Ecuador. Solo así es posible entender (y resolver) esa aparente dicotomía entre Joaquín Gallegos Lara y Pablo Palacio. Únicos, distintos, complementarios, contradictorios, frontales así fueron Pablo Palacio y Joaquín Gallegos Lara; fallecidos los dos el mismo año de 1947.




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*Pablo Yépez Maldonado, Ibarra 1958. Sociológo, poeta y novelista. Miembro fundador del taller Matapiojo en los 80s. Integra el colectivo literario Demolición y hace parte de K-Oz editorial en Quito.