lundi 8 septembre 2008

SERIE: HISTORIA DE LOS GRUPOS LITERARIOS EN ECUADOR

DE LA MODERNIDAD
Y LAS JAURIAS LITERARIAS
parte 2

Por Carlos Posso Cevallos

EN BUSCA DE LA RESPETABILIDAD

Parte del Taller de la CCE, coordinado por Miguel Donoso Pareja en el Quito de los 80s :En primera fila Margarita Lasso, Byron Rodríguez y Francisco Torres Dávila. Atrás: Gustavo Garzón, Pablo Salgado y Alfredo Noriega

...Lo dicho nos da pie para apuntar un par de ideas. Veamos. De dónde viene la nueva literatura de América Latina, se preguntaba Roberto Bolaño en uno de sus últimos escritos (“Sevilla me mata”)[1]. Como tratando de entender el temperamento de la literatura contemporánea del continente. La respuesta parece fluir inmediatamente, llegar a sus labios sin ningún contratiempo o pesar escrupuloso. Venimos –dice- de la clase media o de un proletariado más o menos asentado o de familias de narcotraficantes de segunda línea que ya no desean más balazos sino respetabilidad. La palabra clave –y el énfasis es notorio, como si el chileno se divirtiera dejando desnudos a sus colegas- es respetabilidad. En Latinoamérica, los escritores salen de la clase media baja o de las filas del proletariado y lo que desean, al final de la jornada, es un ligero barniz de respetabilidad. Es decir: los escritores ahora buscan el reconocimiento, pero no el reconocimiento de su pares sino el reconocimiento de lo que se suele llamar <>, los detentadores del poder, sea éste del signo que sea (a los jóvenes escritores les da lo mismo) y a través de éste el reconocimiento del público, es decir la venta de libros, que hace felices a las editoriales pero que aún hace más felices a los escritores (Es justo aclararlo, para el caso ecuatoriano, decir que los jóvenes escritores –por lo menos en su mayoría- se desprenden de familias proletarias resulta descabellado. Sólo reconozcamos en las palabras de Bolaño el envidiable y venenoso modo de acercarse a sus “congéneres”)







Partiendo de la deliciosa sorna y sabiduría de este portentoso muerto, es prudente aterrizar ahora sobre los pastizales de nuestra parroquiana vida literaria. Nuestros escritores, en su mayoría victoriosos creadores de provincia y de pequeños prados asfaltados llamados con pretensiones pubescentes ciudades, han pretendido, salvando honrosos casos, emular el macrocosmos literario, en una especie de granja de hormigas, un microcosmo donde se recrea con encantadora ingenuidad: pugnas, barullos, chismes, lisonjas gratuitas, espaldarazos, consignas seudo ideológicas, envidias profundas, vacas sagradas y vacas profanas y un sin número más de alegorías que al parecer hacen patria literaria. Lo que sin embargo no se logra divisar, por lo menos no desde una vigilancia un tanto vaga, es trabajo real, oficio literario sin pretensiones caballerescas o pirotécnicas. Por tanto, pese a todos los esfuerzos por hacer pasar una maqueta mal hecha por magnifica arquitectura, la literatura no abunda por estos rumbos (por lo menos, como todos lo deseamos), claro, es justo recalcarlo, salvando honrosas y evidentes excepciones.

Y es en esta imitación de papagayos que desde hace eones, o por lo menos desde hace unas pocas horas de literatura republicana, se ha gestado por estas latitudes el fenómeno de las jaurías literarias. Agrupaciones de oficiantes de la palabra, que unidos bajo un nombre, una definición ideológica, una firma comercial, o una afinidad de cuestionable procedencia, han levantado sus lastimeros aullidos en conjunto, para de esta manera encontrar la mirada compasiva de un público despistado.




Gran parte de los grupos literarios (que no siempre hacen literatura) se caracterizan por encontrar la manera de convertir el trabajo solitario de la escritura en una divertida y mancomunada empresa con aires sindicales. Se adscriben a una imagen colectiva, de manera que las voces menos agraciadas puedan quedar bien libradas en el concierto público, gracias a la participación de las voces más elegantes o sofisticadas, o al menos eso es lo que creen. Pueden parecer patrañas, pero no, una agrupación literaria además de los intereses estéticos o reflexivos que tenga (si los hubiere, y en el caso de que estos tengan algún tipo de trascendencia) tiene la misma razón de ser que cualquier reunión humana: espantar la soledad, buscar afinidades, amigos o pareja. Claro que la legitimación esta brindada por el carácter aureático que de por sí suscita la literatura, y más aún la celebérrima palabra “poesía”. (En última instancia, reconozco una salvedad, son pocos los casos, que de hecho han existido en Ecuador y en América Latina, donde se ha evidenciado propuestas artísticas y de pensamiento respetables planteadas desde movimientos o asociaciones de escribas)

Muchas agrupaciones de escritores son en está época, algo así como un grupo de rock, de super Stars, con la única diferencia de que pocos de los integrantes tiene talento para la música. Así disfrutan de todos los beneficios y la respetabilidad que brinda el glamour de las super estrellas. Y es que la motivación fundamental para encontrar dichas agrupaciones en la escena literaria, es la necesidad común que muestra cada miembro, que por lo general son jóvenes inéditos (cuando se trata de viejos, el caso se vuelve patético), de buscar los espacios que permitan que el oficio literario les genere respetabilidad social, traducido como reconocimiento y por tanto “felicidad”. Y la única manera de lograrlo (tratando de apresurar los procesos) a su entender, es dejar de aullar solos y juntarse con otros aulladores para montar una potente jauría, que los arrastre a todos hasta la gloria.





El inconveniente que suscita dicho fenómeno, que por el resto debería ser visto con ternura compasiva, es que dichos escritores anudados unos a otros, desperdician su talento en esfuerzos por acelerar los procesos, descuidando la única sutileza que demanda el oficio literario, que es sencillamente escribir, sin importar los resultados a posterior, teniendo
como único objetivo escribir cada vez de mejor manera.

Por lo que cada esfuerzo que sirva para estos fines –simplemente escribir, sin interés alguno por el alarde y la pirotecnia- es digno de consideración y de respeto silencioso. De lo contrario la carcajada de desprecio no debe ser reprimida.

Así, valga decirlo, no existe nada de especial o extraordinario en los poetas y en general, en los escritores, como lo creen los guardianes de las “capillas literarias” y ciertas pandillas de escritores (autodesignados grupos literarios), porque así como hay personas que se dedican a fabricar aviones o mujeres y de manera más común coches o jugadores de fútbol, hay quienes se dedican a crear versos. No hay nada de divino en los escritores ni en las condiciones que sustentan su trabajo.

Es decir, ni la “salud” ni la locura garantizan nada. No hay mejor o peor literatura en el hospicio o en la SADE, en un grupo literario o en una asociación de taxistas, no se escribe peor ni mejor desde la depresión, ni desde la cárcel, ni desde la desesperación, ni desde el lugar que uno quiera. Se escribe, se sueña, se come, se trabaja y se coge desde el deseo. Desde la relación que cada uno pueda establecer con su deseo.






Mi abuelo, ya con poca inocencia y años en el cuerpo, le decía a mi padre: “cuida a tus hijas de los escritores” –refiriéndose a mis amigos, que por ese entonces babeaban un par de rimas-. Mirándolo objetivamente, creo que tenía razón, y no necesariamente porque los escritores sean peligrosos –en cualquier sentido del término-, sino por su capacidad, en ocasiones, de reírse de la estupidez humana. Quizá, un espíritu de desenfado neuronal y un ansia tierna por escupir al mundo y dolerse de él asisten, a pesar de todo lo dicho y los peligros referidos, a gran parte de las nuevas “generaciones” de escritores en el Ecuador. No existe, creo, un afán por reducir cabezas o blasfemar en contra de un par carcamales del canon cultural. Entonces, para los jóvenes escritores el “trabajo” está, con grupos o sin grupos literarios, en fraguar una clara capacidad, como rezan los freudianos, para trasladarse del placer del órgano al placer de la representación, es decir, para abandonar el placer que provoca succionar un dedo o un pezón, a cambio del placer de representar al mundo y sus mezquindades.

Algunos, estamos gozando de este placer.

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